Relato ganador
Victoriano Alcalde Azcune
Irún, Guipúzcoa
Desde siempre la música ha sido mi gran pasión. Tengo publicados cuatro discos como cantautor. En el año 2010, con el seudónimo de Jeremiah Alcalde, publiqué un primer libro de poemas y canciones, “JAIZKIBEL. La canción del Pirata Corazón de Palo”.
Aunque sigo vinculado al mundo de la música, cada vez me siento más cerca de la literatura como medio para expresarme. En los últimos años me ha sonreído la suerte en algunas ocasiones y hasta he sido galardonado con algunos premios.
Hace un par de veranos publiqué mi último disco en solitario, titulado; «Me llaman Jeremiah, kontrabandista de sueños perdidos», y algunos de mis relatos breves han sido publicados en Antologías varias.
Retrato del autista adolescente
¿No es una tontería pasarse siete u ocho meses
escribiendo una novela, cuando en las librerías
pueden comprarse por dos dólares?
Mark Twain
Me da una pereza terrible empezar a escribir, después de todo lo que he tenido que padecer por culpa de este hábito enfermizo, de esta lacra social, de esta despiadada pandemia conocida como LITERATURA; pero en fin, ya que parece que nadie va a dignarse a contar mi historia, no me queda más remedio, así que cuanto antes empiece…
Digamos que mi nombre es… Walter; Walter Ego. Nací en un hospital público de San Sebastián (la misma ciudad en la que por cierto aún resido y en la que ya nunca erigirán una escultura en mi honor), allá por el año 69, justo el día en que unos tipos con aspecto de apicultores borrachos bailarán un ridículo vals sobre una pálida maqueta de la luna, ¿se acuerdan?
De mí puedo decir que mido un metro ochen… setenta y… bueno, un metro setenta, casi. Cabello nada bello; más bien lacio, grasiento, de un tono rojigualdo, como de pelusa de mazorca de maíz transgénico. Orejas paquidérmicas y asimétricas, dos; ojeras –también dos– insondables y plomizas. Soy algo corto de vista (he empezado a tener problemas para leer los carteles de «PROHIBIDO FUMAR»), por eso llevo estas gafas sin cristales bien asentadas sobre mi firme y rotunda nariz –como buen vasco mi nariz es el apéndice más prominente de mi cuerpo, con diferencia–. Padezco de curiosidad y obesidad mórbidas. Estado civil: soltero, sin compromiso ni esperanza.
Fui educado en una escuela de frailes jesuitas, donde, al ver que yo apuntaba maneras, ya desde el primer día me incentivaron a desarrollar todo mi potencial de niño traumatizado y triste. Sufrí una pubertad –como muchas de mi generación– repleta de granos supurantes, interminables y enfermizos capítulos de «Heidi» y «Marco», terror a los ovnis y onanismo compulsivo. Pronto me convertí en un joven solitario, atormentado y ausente; hasta que, a los veinte años, tras mi servicio militar de pernocta en San Sebastián, me licencié como todo un profesional del autismo, hecho y derecho (o torcido). Para toda la vida.
Dicho así, el del autismo voluntario podría parecer un camino espiritual un tanto oportunista, acomodado, incluso frívolo, pero nada más lejos de la realidad. Sepan ustedes que es condición indispen-sable del autista tener una paciencia de santo, un aguante de guerrero mitológico. Cuántas veces el autista terminará hasta las gónadas de los “sabios” consejos de su madre con eso de: “Deberías salir más a menudo, buscarte un trabajo, echarte novia antes de que se te pase el arroz”, “…pues conozco un psicólogo muy bueno, el doctor Vargas Rosa, que podría ayudarte a fortalecer tu personalidad”, y cosas así. Pero yo, tenaz e incorruptible como buen autista, seguía a lo mío. Y era casi feliz. Sí. Autista y casi feliz. A pesar de todo.
Sin embargo, hace unos seis años, sin previo aviso, esta plácida rutina de toda una vida iba a sufrir un cataclismo irremisible. Adiós a mi perpetua adolescencia autista.
El hecho en cuestión –no sé si llamarlo Revelación– tuvo lugar una madrugada invernal, ya he mencionado que fue hace unos seis años… Recuerdo que era festivo, Nochevieja, creo. Yo celebraba esa mágica noche por todo lo alto: deglutiendo mazapanes sin ton ni son y mirando distraídamente un anodino programa de libros y literatura que emitían de relleno en la segunda cadena de la ETB, cuando ocurrió.
En el programa de la Televisión Pública Vasca entrevistaban a un escritor, joven promesa de las letras –ni siquiera recuerdo su nombre–, quien exhibía con desparpajo unos vaqueros excesivamente ceñidos y un abultado palmarés de premios literarios.
Al finalizar la entrevista el presentador del programa invitó al flamante (o fragrante, o fragante, que ahora mismo no sé la diferencia) escritor a que leyera un fragmento de su última novela galardonada. Casi vomito la cena de Nochevieja. ¿Aquello era «literatura»? Si un botarate con ínfulas de artista como ese había conseguido vivir de su pluma lo de escribir no podía ser tan difícil. Seguro que un alma atormentada y autista como la mía podría hacerlo mucho mejor. En aquel instante un rayo de luz –o quizás solo fuera un cohete escapado de algún cotillón cercano– iluminó mi mente: comprendí que mi existencia estaba echada a perder y pedía a gritos un cambio; tenía que pasar página… borrón y cuento nuevo. Decidido; me dedicaría a la literatura.
No tardé en darme cuenta de que eso de “llenar cuartillas” no era tan fácil como parecía. Cada vez que me sentaba frente al papel en blanco me quedaba ídem. Resolví que para despertar mi genio en estado latente lo que precisaba era un sólido poso intelectual, un nutrido bagaje literario. Estaba claro que si quería escribir como los grandes de la pluma antes tendría que leer y empaparme en profundidad de sus obras.
Me hice socio de la Biblioteca Municipal de San Sebastián y así, mis primeras lecturas, ya desde el punto de vista del autista aspirante a escritor, fueron los títulos más clásicos y universales de la Literatura: La divina comedia de Dante, el Ulises de Joyce, La montaña mágica, Crimen y castigo… pero no pude concluir ninguna de estas magnas obras. Más que libros inmortales me resultaron auténticos ladrillos mortíferos. Algo escamado, tuve que tragarme el orgullo y enfrentarme a libros más modestos: la obra –desgraciadamente incompleta– de Paulo Coelho, algo de Jaime Bayly, varias joyas de autoayuda firmadas por el popular Bernabé Tierno, una colección de bolsillo de Los tres investigadores…
Y cuando ya me sentía “JASP” –Joven Autista Sobradamente Preparado– arremetí con el que sería mi primer cuento. Comenzaba así (prepárense): “Más allá de mi ventana empañada la calle desierta aparece iluminada por una solitaria farola nimbada de una aureola trenzada de polillas fantasmales como peces abisales alimentándose de una anémona de luz…”
¡Toma ya! ¡Qué léxico! ¡Qué fluidez! ¿Han visto? ¡Y ni una sola coma! Mas no conseguí pasar de esta primera y deslumbrante frase. Quedaba patente que mi pluma padecía de una cierta… ¿literalitosis? Yo había empezado bien, sin duda, pero aún tenía mucho camino que recorrer.
A partir de entonces comencé a obsesionarme con la literatura. Escribir se convirtió para mí en algo verdaderamente patológico. La enfermedad del amanuense se apoderó de todas mis neuronas –hasta de las muertas, que no eran pocas–. Los oscuros círculos de mis ojeras se derramaban por mi pálida cara como los relojes que pintaba Salvador Dalí. Pronto se arrastrarían como sombras ominosas por el suelo de mi cuarto.
En fin. Será fácil para ustedes deducir lo que sobrevino después. Ya no distinguía la literatura de la realidad. Mi vida era un pozo –negro sobre negro– sin fondo, una abisal caverna de papel. Mi síndrome de abstinencia había llegado a tal punto y coma; que, a fin de conseguir mi dosis diaria de tinta para impresora, me apostaba en una esquina de la Avenida Libertad y con unas medias raídas ocultándome la cara robaba bolsos. Fue inevitable que llegasen a cogerme, pues la vieja a la que solía robar era siempre la misma, y además era mi madre, y claro, supo que el delincuente era yo porque reconoció sus medias de domingo sobre mi cabeza. Mi piadosa madre retiró finalmente la denuncia, pero me obligó a ingresar en una granja de desintoxicación, antes de que la cosa pasara a mayores.
Entre lágrimas negras abandoné –por primera vez en mi vida– mi ciudad natal, mi querida Donosti. Recuerdo ahora, casi con añoranza, lo duras que fueron las primeras semanas en aquella granja de desintoxicación, en lo más profundo del valle navarro de Baztán. Recuerdo las duchas frías, las terapias antiliterarias de grupo, los registros intempestivos en mitad de la noche para requisarnos cualquier libro de caballerías, bolígrafo, lápiz, tablet u ordenador portátil que tuviéramos ocultos en nuestras taquillas; recuerdo a mis compañeras y compañeros de derrota, escritoras y escritores noveles como yo, literatis anónimos todos ellos, que habían echado a perder sus vidas, que habían tirado por la borda sus trabajos –precarios pero honrados–, sus maridos, mujeres, hijos… todo al fondo de una papelera universal en pos de una quimera: la gran novela, el cuento perfecto.
Necesité todo un largo año para volver a estar “limpio”. Hace solo dos meses que regresé a casa, otra vez a Donosti, junto a mi madre, mi querida amatxo. Todo parecía ir bien esta vez. (Pero ay, desdichado de mí). Un día… un maldito día de este pasado noviembre, al tomar un bolígrafo para rellenar la quiniela… una inofensiva quiniela… De pronto me entraron los típicos vértigos, los sudores, las taquicardias taquigráficas tan descontroladas que preceden a los delirios de grandeza, y para cuando quise darme cuenta ya estaba transcribiendo compulsivamente palabras y más palabras sobre el reverso de la quiniela; y sobre los folletos de publicidad, las servilletas de bar, los tickets del supermercado, a diestro y siniestro.
Una mañana que mi madre volvía de la compra un poco antes de lo previsto me sorprendió garrapateando unos párrafos en un cuaderno. No tuve tiempo de esconder el cuaderno en mi «baúl de los tesoros». Mi pobre y viuda madre, a gritos, renegando de su propio hijo, me puso de patitas en la calle.
Ahora mi casa es de Ikea… o sea, que está fabricada con cajas de cartón para embalar muebles de Ikea. También se puede decir que es una especie de Mobilhome, y es que un día duermo en este portal, mañana en el cajero de un banco, pasado en un subterráneo del parque… Supongo que ya es demasiado tarde para enmendarme, que ya estoy condenado al infierno de la literatura para siempre, sin remedio. Aunque pensándolo bien, a pesar de mi actual condición de autista vagabundo, la verdad es que puedo decir que soy uno de los pocos escritores afortunados que han conseguido ganarse la vida con la Literatura, pues como ven, a cambio de unas humildes monedas yo ofrezco papelitos con poemas a los transeúntes.
Así que no me negarán que lo mío sí que es auténtica «Literatura en la calle…»
Por cierto, ¿me compran un poema? ¿un poema a solo un eurito…?
Segundo premio
Sylvain Sortelle
Getxo, Bizkaia
Soy francés y llevo un cuarto de siglo viviendo en el País Vasco. Soy traductor y profesor de francés para adultos. Soy escritor en lengua francesa y española. He sido finalista de la III Edición del Concurso literario de Relatos cortos Fundación Fomento Hispania y gané el primer premio del II Certamen «Cultura del despertar” de la Universidad de Al-mería.
Trotando por la ciudad
Cuando se escribe, se produce una intensificación de la experiencia.
Escribir, es transformar, es seleccionar, es construir.
Todo el mundo sabe que la vida no tiene
ningún interés.
Pero el novelista debe hacer que la vida se convierta en un tema interesante.
La novela es el mundo mejor redactado.
Salman Rushdie
Escribir es una cosa deliciosa,
Ya no ser uno mismo,
sino circular en toda la creación de la que se habla.
Gustave Flaubert
El escritor francés Christian Signol dice: “La tierra no pertenece a los que la poseen sino a los que la contemplan”. Si es así, yo soy un gran latifundista. Mientras camino, pancho, yo, el barrendero del mundo, el libador, el bucanero, yo, el contemplador ebrio de imágenes, dejo planear sobre la gente y todas las cosas una mirada neutra, como lo haría un extraterrestre recién bajado de su nave. Barro el mundo con una mirada que gusta de los paisajes, las páginas escritas, las vallas publicitarias, los cuerpos y los rostros. Para mí, que he crecido en una ciudad pequeña, la gran ciudad siempre ha sido un descubrimiento perpetuo, un potente catalizador de ricas sensaciones. Y es como si yo fuera un registrador, el gran registrador cuya misión sería la de salvaguardar las imágenes, censarlas y mandarlas a la unidad central de la Historia de la Humanidad.
Huele bien. Unos efluvios de pan caliente están flotando en la calle como las briznas estiradas de una bruma invisible. Más lejos, una pescadera está esperando con las manos en las caderas a los clientes que le van a comprar sus peces plateados. También hay un olor a café. Es la torrefactora que, desde una calle cercana, inunda todo el barrio con una fragancia templada que reconforta las narices, y todo el ser. Me siento de repente, inexplicablemente, reconciliado con todos mis semejantes. Todo está recubierto con una laca que deleita el ojo y aporta un delicioso contraste. Pues es por los ojos que el mundo se nos mete adentro, ya se sabe. Pestañeo y dejo que una sonrisa se instale en mis labios.
En busca de sol, decido ir a desayunar en alguna terraza. Pido el desayuno, salgo, y me instalo en el trozo de acera. Ahí, me tomo con fruición el café con leche y el pincho de tortilla. ¡Me ha sacado un buen trozo! Me relamo y me sumerjo en la lectura de la introducción a Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja. En la página veinticinco, a propósito de la simplicidad de su léxico, encuentro una referencia a otro texto de Baroja titulado “Elogio sentimental del acordeón”, donde decía esto: “¡Oh, la extraña poesía de las cosas vulgares!”. Ahí, ante mis ojos, a unos pocos metros, hay un hombre, un anciano, que parece sacado de un álbum de fotos de principio del siglo veinte, pantalón de tela desgastada, chaqueta curra y raída, camisa otrora blanca con los botones abrochados hasta arriba, tocado con una pequeña boina. Se ha parado, delante del bar, ajeno a todo lo que le rodea, mete la mano en su bolsillo y saca una cajita de cerillas. Se dispone a encender su colilla, arqueando la espalda de un modo instintivo para proteger la llama de un viento inexistente. Encender su pitillo con una cerilla en el barrio de negocios de la Bilbao burguesa, ¡eso sí que es subversivo! Pues la cerilla es humilde por excelencia, anticuada que da gusto. Pertenece en efecto a otro tiempo, un tiempo más lento, exento de los tableteos metálicos con los que la mujer y el hombre modernos gustan de adornar su personaje. El ruido de la cerilla es un ruido delicioso que destila fuerza tranquila y autenticidad. Y, ¡qué maravilla cuando se la apaga en la superficie mojada del fregadero!, ese “crikchhh” resignado que libera ese olor tan familiar a leña quemada: nos sumerge, durante un instante, en las volutas de un mundo olvidado, aunque muy presente, en stand-by, en las circunvoluciones de nuestro cerebro. Es el tiempo de la caverna, del hogar que crepita y del letargo agazapado. El viejo, que parece recién sacado de la edad de la madera, cruza sin mirar a los lados y desaparece de mi campo visual. Tal vez lo vuelva a encontrar en mi libro. En el chaflán de enfrente, una chica joven está parada delante del escaparate de una tienda de ropa muy chic. Parece estar paralizada. Agarrada a su bolso, un hilillo de baba cae de su boca entreabierta.
Para que una cosa sea interesante, basta con mirarla mucho tiempo, decía Flaubert. Hay ahí una gran verdad: nuestro problema es que no tenemos tiempo. Y nos falta concentración. ¿Qué podemos, qué debemos hacer? Nunca nos va a dar tiempo. Nos tendrán que dar un empujón… ¡Pero con o sin ayuda, la vida de un hombre nunca será lo suficientemente larga como para llegar a entender el aparente caos del universo y los multiversos! Aún tendrán que pasar un sinfín de generaciones. Toda una especie. Ahora bien, es precisamente la especie la que cuenta. ¿Que para qué cuenta? No lo sé. Nadie lo sabe, salvo quizás el monje que infusiona en su jugo, el chamán encrespado en puré vegetal, o el investigador encerrado en sus circunvoluciones que busca la ecuación general que al fin lo explicará todo. Siete mil millones de seres humanos “a la vez”, sin contar todos aquellos que han vivido y han muerto. La cantidad de individuos desde la aparición del Homo Sapiens se estima en ochenta o cien mil millones. La cantidad de información es asombrosa, turbadora. Todas las capturas mentales, todas las palabras pronunciadas y lanzadas en el viento, todos los sentimientos, todo eso ha debido de dejar alguna huella en alguna parte del universo, algún tipo de almacenamiento. Todo eso no ha podido existir en vano.
La vida de un individuo realmente no tiene ninguna importancia como tal. No olvido que solo somos migas de un gran organismo, un grumo en el puré. Pero tampoco olvido que nuestras pesquisas son los pequeños pasos que seguirán otros, y otros más, que cada acción y cada pensamiento sirve de base a otros que los superarán y transfigurarán.
¡La vida es maravillosa, deliciosa, rica y variada! Sí, la vida es magnífica, la vida es esplendorosa… Soy el viajero inmóvil que, al igual que Zola espiaba a los obreros de los arrabales de París al caer la noche. Observa, con los ojos abiertos de par en par, la ciudad y los seres humanos que pululan en sus calles, en sus plazas, en las paradas de autobús, el baile de los viandantes apresurados, los coches, las ambulancias, los autobuses y las motos de la policía. Mi alma gruñe de placer ante el espectáculo urbano.
Lunes por la mañana. En lugar de ir a currelar y destrozar tu creatividad, ve a sentarte en un banco. Respira. Observa todas las cosas que ocurren, tanto fuera como dentro de ti. Tómate tu tiempo. No corras. Dilúyete, olvida el fango, sacude tu abrigo y golpea tus pies en la tierra. Respira. No te dejes mancillar. Bajo ese tablón, ahí, tumbado en las hierbas secas, hay una escalera que baja a las entrañas de la tierra. Levántalo y baja los peldaños. Encontrarás una mesa. Cierra la trampilla. En la mesa, hay un jarro. Bebe de él. Observa, busca la coherencia. Habla contigo mismo – no olvides que eres tu mejor amigo – ¡pero, en voz baja! Te podrían tildar de loco. Escribe, toma apuntes. Observa… ¡No! ¡No vayas a encerrarte desde la mañana en la jaula de la sinrazón, deja ya de hipotecar tu ser verdadero, lo que tú eres en el fondo, sin saberlo, aquello a lo que se refieren los orientales cuando preconizan: “Conviértete en lo que eres”!
Tercer premio
Eduardo José Viladés Fernández de Cuevas
Logroño, La Rioja
Escritor, dramaturgo, director de escena y lingüista con más de 28 años de carrera en diversos países. Ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro, así como la narrativa y el ensayo. Ha publicado dos novelas y un libro de teatro. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana (dramaturgo del año 2019) y Estados Unidos. Colabora asi-duamente con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con más de una veintena de revistas culturales y centros de investigación. Compagina su labor como literato con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador de TV. Ha vivido en Reino Unido, Francia, Italia y Bélgica. También es experto en periodismo cultural y documentales de sensibilización social.
El foso
Hasta el comienzo de la edad adulta, mi vida se resumía por lo que pudo ser y se quedó en el camino, por las tres perentorias enes que me acompañaban como una sombra: nunca nadie había hecho nada por mí. Ni siquiera yo mismo.
Sentirse especial es la peor de las jaulas que uno puede construirse, sobre todo cuando los demás son conscientes de ello, cuando en los recreos del colegio hay que esconderse en la capilla del sótano para que tus compañeros no te escupan ni te insulten, cuando vuelves a clase y el estuche ha desaparecido junto con los libros, cuando los mismos profesores fomentan el tósigo.
Todo esto hizo que la verdad se convirtiese en una habitación en la que entraba cada vez menos. De hecho, creo que he perdido la llave en algún rincón de una memoria que ya empieza a fallarme. Estamos tan acostumbrados a la mentira que esa verdad de la que rehuyo se convierte en algo revolucionario. Por eso escribo en mitad de la calle, tumbado en un banco desde el que me observan los viandantes, porque la literatura es confrontación. Es tensión. El poder esta-
blecido intenta colonizar nuestra imaginación, vivimos en la época menos libre de la historia, aunque nos vendan lo contrario. Hay que descolonizar la fantasía.
Según la ley de la probabilidad, hay cientos de mí ahí fuera flotando como motas de polvo en suspensión. La versión que ve todo el mundo es la más triste, la que se forjó en ese colegio de mediados de los ochenta por una hez de parásitos que espero mueran de manera trágica.
Me gustaría convertirme en una mota de polvo y que alguien me abrazase, que se acercara a ese banco de la calle Portales desde el que me llega el aroma de los champiñones de la Laurel y que asumiera todas mis cargas. Me daría igual que se apropiase de ellas durante un par de segundos, un instante de paz sería suficiente.
Vivo metido en una burbuja sin enterarme de lo que sucede a un palmo de mis narices. Si no me creo mis propias fantasías y doy por válidos mis espejismos difícilmente puedo hacer creíbles historias como esta. Inventándome una doble vida consigo que mi yo real y el imaginario converjan, que esas motas de polvo se posen en el suelo, que realmente exista un mundo sin identidades y sin dolor, un universo donde se premie al diferente.
La clave es el miedo. Miedo a ser libre. Por eso tanta gente me escupe y me insulta, por eso borran mi número, me evitan en la calle y me meten en la lista negra. Vivo fuera de la sociedad porque no creo en ella, porque me gusta ser un paria y un inadaptado, porque hago lo que me da la gana y he institucionalizado la libertad de actuación como mi seña de identidad.
Pienso que el exceso de libertad ha sido el salvoconducto que he necesitado para sobrevivir en este mundo tan mediocre e hipócrita. Por eso escribo en mitad de la calle. Uno tiene que crear un mundo en el que pueda vivir. No podría subsistir en ninguno de los mundos que me propusieron. El mundo de mis padres. El mundo de las guerras. El mundo de la política. Tengo que crear un mundo propio. Es como un estado, un país, una atmósfera determinada en la que puedo respirar y pensar cuando me siento destrozado por vivir. Un artista es el único consciente de que el mundo es una creación subjetiva. Hago todo lo posible por mantenerme fuera del engranaje de la vida. No voy al cine con gente, no bebo nada de alcohol, no voy a bares, no como pizza ni me siento en una terraza a media tarde. La gente no me interesa, si bien me aterra pensar que es lo único que tenemos. Me gustaría encontrar a alguien con quien valiese la pena hacer todas las cosas normales que hacen las personas normales, pero, al mismo tiempo, me asaltan imágenes de ese colegio, en especial por la noche, cuando se magnifican los odios, cuando lo cotidiano acaba imponiéndose a lo trascendental, cuando me imagino saliendo a la calle con una recortada y ajusticiando a quienes decidieron pegar a un niño de solo cinco años porque era diferente…
Por eso escribo en mitad de la calle con las dos torres gemelas de la Redonda contemplándome, las torres de Beratúa, imponentes, me protegen del sol cuando acucia, me dan sombra cuando lo pido, lloran conmigo, leen estas líneas procedentes de una mente rota sin escandalizarse por ello. Como dijo Anaïs Nin, escribo también para consolar a los otros. Para serenar a mis amantes. Para saborear la vida dos veces. En presente y en pasado.
Porque el pasado nunca es inofensivo, siempre termina volviendo con su pátina de vergüenza, estableciendo una ceremonia de adioses hipócritas que me ha convertido en una especie de enterrador de sí mismo que hoy va a cavar tu propia tumba, fría, sin gusanos ni larvas que hagan compañía, en la parte abandonada del cementerio, para que quien lo desee baje a los infiernos conmigo y experimente el dolor generado de la nada por esta sociedad carcunda que se cree libre y justa. Muere, por fin, a mi lado, yo seguiré vivo gracias a la literatura y a denunciar comportamientos como el tuyo, me haré inmortal, tú desaparecerás en el vacío de los necios.